Edad Media 1

Miguel Artola Molleman 

Las grandes crisis de Roma (s. III) y de Europa (s. XX)

En el siglo III, el mundo romano experimentó una profunda crisis de la que, pese a perdurar casi siglo y medio más, nunca pudo recuperarse plenamente. Esta crisis significó el principio del fin de aquella civilización. (...)

Hace algunos meses apareció en esta Revista un interesante artículo de la profesora María Dolores Fernández-Fígares sobre la posibilidad de que nos encontremos en puertas de una Nueva Edad Media, es decir, de un proceso de decadencia y transformación profunda de nuestra forma civilizatoria occidental, cuyos primeros síntomas estaríamos experimentando ya, de forma creciente.

Comparto por completo su planteamiento, y creo interesante además añadir algunas ideas, en mi opinión significativas, sobre cómo comenzó la decadencia del Imperio Romano y por tanto cómo se inició el proceso que condujo a la profundísima y dilatada Edad Media Europea.

En el siglo III, el mundo romano experimentó una profunda crisis de la que, pese a perdurar casi siglo y medio más, nunca pudo recuperarse plenamente. Esta crisis significó el principio del fin de aquella civilización.

Estudiando los acontecimientos de aquel turbulento siglo, encontramos profundas semejanzas con la evolución que ha tenido Europa, y en conjunto la civilización occidental, durante el siglo XX. Evidentemente, las formas, las circunstancias y los detalles son muy diferentes, pero si somos capaces de ver más allá de las apariencias siempre diversas podemos encontrar muchos elementos de similitud.

Tras el brillante periodo de los emperadores electivos en el que durante casi un siglo (el II) se sucedieron Trajano, Adriano, Antonio Pío y Marco Aurelio, que llevaron al Imperio a su mayor esplendor, comenzó un periodo de cierta inestabilidad con gobernantes de mucha menor talla política e intelectual (Cómodo, Septimio Severo y Caracalla), aunque pese a todo lograron mantener durante unas tres décadas más cierta estabilidad y prosperidad, si bien en condiciones cada vez más inciertas y con mayores dificultades.

Sin embargo, tras el asesinato de Caracalla en el 217, se desencadenó una auténtica locura, y en los siguientes 67 años, hasta la llegada al poder de Diocleciano, se sucedieron 25 emperadores. Como promedio, resultan reinados de 2 años y 8 meses. Todos ellos fueron proclamados emperadores por los distintos ejércitos, para ser asesinados (hasta 17) poco después por sus propias tropas; otros murieron en combate o se suicidaron. Tan sólo cuatro murieron de muerte natural. No hace falta dar muchos más detalles para imaginar el caos que esto significó. Los principales ejércitos de Roma, es decir, las legiones establecidas en el Rhin, en el Danubio, en Asia, en Siria y Anatolia, frente al Imperio Parto, proclamaban emperadores por su cuenta y se enfrentaban unos contra otros. Se puede decir que el Imperio estuvo prácticamente en guerra civil durante todo este periodo.

Esto significó, como es lógico, el debilitamiento de las fronteras frente a los enemigos exteriores. En consecuencia, éstas eran asaltadas por los pueblos bárbaros o por los poderosos ejércitos partos, que derrotaban fácilmente las contraofensivas romanas. Una vez dentro del Imperio, los grupos de bárbaros que lograban penetrar se podían mover a su antojo durante meses o años, devastando hasta las zonas más alejadas de las fronteras, hasta que alguna unidad romana era capaz de detenerlos. En algunas ocasiones volvían a sus tierras tras la incursión de pillaje, pero era más frecuente que se establecieran en zonas despobladas, e incluso comenzaron a incorporarse en número creciente al propio ejército romano.

Sin entrar en detalles que harían muy prolijo este apartado, podemos señalar algunas consecuencias de esta anarquía militar. En primer lugar, significó la intervención continua del ejército en toda la vida política romana, alterándola totalmente y provocando un daño irreversible en sus estructuras institucionales.

Cuando Diocleciano consiguió restablecer la paz a finales del siglo III, el militarismo siguió prevaleciendo brutalmente sobre la política romana, si bien al menos se logró una relativa estabilidad interna. El ejército estaba supervalorado, como consecuencia de las guerras, y así continuó; por otro lado, su carácter netamente romano comenzó a modificarse como consecuencia del cada vez mayor número de tropas bárbaras que lo componían.

Diocleciano reforzó enormemente la burocracia para asegurar el control del Estado, y modificó la administración territorial multiplicando el número de provincias. Esto provocó un aumento de los gastos, que se atendió con un incremento de los impuestos y una creciente intervención del Estado en la economía. Pero su decisión más conocida, y también más controvertida, fue dividir el Imperio en dos para facilitar su mejor gobierno, estableciendo dos capitales, en la propia Roma y en Bizancio, que poco después sería llamada Constantinopla. Hasta el final del Imperio de Occidente, durante algo más de un siglo, los dos Imperios se unieron brevemente en algunas ocasiones, pero predominó la separación y con frecuencia las rencillas, e incluso los enfrentamientos entre ambos Estados. Su evolución iba por caminos cada vez más separados.

Veamos ahora los puntos de coincidencia con respecto al siglo XX y la crisis de la civilización occidental europea.

El siglo XIX fue en conjunto para Europa una época de paz, prosperidad y estabilidad sin precedentes. Desde 1815 hasta 1914, comienzo de la 1ª Guerra Mundial, no hubo ningún gran conflicto entre los Estados europeos. Los pocos que hubo fueron de baja intensidad, breves y muy localizados geográficamente.

Incluso las algo más frecuentes revoluciones liberales y nacionalistas (1820, 1830 y 1848) tampoco dieron lugar a enfrentamientos y persecuciones comparables a las del siglo XX. Algunas de las figuras más destacadas de la política europea del XIX, como la reina Victoria en Gran Bretaña o el canciller Bismarck en Alemania, entre otros, dominaron la vida pública de sus países durante periodos muy dilatados de tiempo, proporcionando una innegable estabilidad y continuidad.

Por el contrario, el siglo XX ha presenciado dos tremendas Guerras Mundiales, que esencialmente han sido guerras civiles entre europeos, que han destrozado este continente y buena parte del mundo. Europa ha visto alterada brutalmente su evolución histórica en términos de dominio político, preeminencia económica y científico-cultural. Además, durante gran parte del siglo, los golpes de estado, revoluciones y levantamientos populares, guerras civiles y regímenes más o menos dictatoriales, cuando no abiertamente tiránicos, han sido de una virulencia, ferocidad y duración extraordinaria en muchos casos. El nivel de violencia, la brutalidad de los enfrentamientos y la determinación de aniquilar al contrario a cualquier precio no se habían visto en Europa, y seguramente en la mayor parte del mundo, desde las tremendas guerras de religión de los siglos XVI y XVII.

No hacen falta muchos ejemplos, basta con mencionar la guerra civil española y la posterior dictadura franquista; la revolución rusa, con su larga guerra civil y la tiranía de Stalin, con sus sangrientas purgas y desastrosa reforma agraria; los totalitarismos fascista y nacionalsocialista, con sus feroces persecuciones racistas y el intento de exterminio de pueblos enteros; los levantamientos populares de Alemania Oriental, Hungría y Checoslovaquia en los años 50 y 60 contra sus dictaduras comunistas, etc.

La 1ª Guerra Mundial alteró de forma definitiva no sólo el mapa de Europa, sino también la estabilidad política y hasta cierto punto emocional de los europeos. Todas estas revoluciones, guerras civiles y dictaduras de diverso carácter fueron posibles porque todos los mecanismos políticos, sociales, económicos y psicológicos que Europa había ido desarrollando desde la Ilustración saltaron por los aires. En el desequilibrio se engendraron los peores monstruos y éstos precipitaron la caída hacia el abismo. La 2ª Guerra Mundial completó la destrucción de Europa. Arrasada hasta los cimientos, destrozada económica y demográficamente, fue dividida en dos por los grandes vencedores, EE.UU. y la U.R.S.S., restableciendo una cierta estabilidad y paz, vigilada y signada por la fuerza de las armas.

La división en dos de Europa, 1700 años después del Imperio Romano, era de nuevo el resultado final de casi medio siglo de guerras y enfrentamientos. El antiguo papel de Diocleciano lo representaron ahora Stalin y Roosevelt.

Paradójicamente, en algunos puntos de Centroeuropa (las fronteras de Italia y Austria con Yugoslavia y Hungría), las líneas de división discurrían de nuevo, prácticamente, por los mismos lugares que tantos siglos atrás. Europa occidental quedó separada y enfrentada a la oriental, con regímenes políticos, sociales y económicos opuestos. Arruinadas y debilitadas espectacularmente, las naciones vencedoras de Europa occidental (Gran Bretaña, Francia, Holanda, Bélgica) tuvieron que abandonar sus imperios coloniales en los siguientes años, dejando en su torpe descolonización las semillas de conflictos que se prolongan hasta hoy (Oriente Medio, India-Pakistán, oeste de África, etc.)

De igual modo que durante el siglo IV los Imperios Romanos de Oriente y Occidente convivieron entre sí con tensiones y acercamientos, los dos bloques OTAN y Pacto de Varsovia se enfrentaron en la Guerra Fría, aunque coexistieran sin llegar al conflicto abierto durante casi medio siglo. Desde el final de la 2ª Guerra Mundial hasta el hundimiento del Muro de Berlín (1945 a 1989-90), las tensiones fueron continuas, con momentos de auténtico riesgo, aunque finalmente cada bloque mantuvo sus posiciones sin llegar a agredir al otro. Al final, como pasó a comienzos del siglo V con el hundimiento del Imperio de Occidente, a finales del siglo XX el Imperio más débil se hundió. En este caso no fue necesaria una invasión, simplemente se derrumbó por dentro: su excesiva burocratización, corrupción e ineficacia económica provocaron el colapso sobre sí mismo. Su fuerza era más aparente que real, y carecía de capacidad para mantenerse.

Tras el hundimiento surgió, como en el siglo V, la fragmentación en mil pedazos; cada territorio buscó su identidad, anulada por el imperio soviético, y al mismo tiempo su propia supervivencia. Así, la antigua URSS se desmembró en sus 17 repúblicas, que se convirtieron en estados independientes, y llegaron las primeras guerras civiles en algunas de ellas (Chechenia en Rusia es el caso más conocido, pero también ha sucedido en Armenia o en Kazajstán).

Checoslovaquia se dividió en dos, y Yugoslavia en cinco en medio de guerras civiles donde el factor religioso y étnico dio lugar a tremendas crueldades y matanzas, y volvieron a producirse asedios de ciudades como en la Edad Media.

En Europa occidental, la tendencia a la fragmentación política, tan característica de la Edad Media, ha aparecido con renovado vigor, no sólo en España, donde los separatismos vasco y catalán plantean abiertamente sus ansias de secesión, soñando con un nuevo siglo XIII donde jugarían un papel destacado, sino incluso en la centralista Francia, donde los separatismos bretón y corso sueñan con minúsculos estados independientes, o en Italia, donde las regiones más ricas del norte aspiran, con egoísmo característico, a descolgar a las más pobres del sur.

La primacía no sólo político-económica, sino también educativa, cultural y científica ha desaparecido. Por el contrario, los síntomas de una profunda crisis, sobre todo psicológica y moral, se acrecientan, marcando fuertemente su impronta en todos los aspectos de la vida política, económica y social. Exactamente igual que hace 1600 años.

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